CASTIGO RECÍPROCO
Lo único que recuerdo con claridad del
régimen franquista, es la muerte del dictador. Aquel día no tuvimos colegio.
Hago este apunte para situar en el tiempo mi historia.
Mis padres no tenían eso que llaman “mano
larga”, fueron contados los sopapos que nos propinaron a mis dos hermanas y a
mí, bien es cierto que alguno hubo, era la época en la que una de las máximas
para educar a un niño era aquello de: más vale un azote a tiempo...
Mi padre llegaba a casa todos los días
sobre las tres de la tarde, aparcaba su furgoneta Renault blanca frente a la
vivienda y hacía sonar el claxon intentando reproducir la musiquilla esa de:
“una
copita, de Ojén.
Para los niños, también”
Era su señal para que los tres niños
saliéramos escopetados a coger las bolsas o cajas que traía en la furgoneta y
meterlas en la casa. No existía excusa, cualquier asunto quedaba pospuesto.
Nada era más importante que acudir raudo a la llamada. Creo que aquella
melodía, fue la banda sonora de mi niñez.
El día del fallecimiento de Franco,
lluvioso a más no poder, el arrabal donde vivíamos se había convertido en un
mosaico de charcos y barro, por entonces las calles eran de cantos sueltos y
tierra. En mi inocencia infantil, estaría entretenido con alguna mandanga, no
me di cuenta de la hora y... sonó la maldita bocina como si fuera una diana
militar. Sobresaltado, sin reparar en que calzaba unas zapatillas de franela a
modo de chanclas, arranqué a correr tropezando y estuve a punto de estampar mi
cabeza contra la puerta de la calle, recién abierta por mis más previsoras
hermanas.
Agachado, vi llegar a mi madre, casi con
cara de delincuente y dispuesta a despabilarme.
—Pero cacho meita, no ves que ha jarreao
y está todo lleno charcos... ¡ponte las botas, coña!
Al tiempo que me gritaba, me lanzó una
guantazo que esquivé como pude. Su mano resbaló sobre los pelos de mi coronilla
e impactó contra el macizo marco de la puerta. Ahora sus gritos eran de dolor.
Me escabullí, y con la mayor urgencia me calce.
Llegué a la furgoneta ya descargada por
mis hermanas. Mi padre traía bajo el brazo el periódico. Me acerqué despacio,
iba a tratar de darle explicaciones de lo ocurrido. La mano de mi padre
abanicando al aire me puso en guardia.
—¡Ven acá, cancín! ¿Qué hacías, pensar en
las musarañas?
Giré para escapar y él alargó su brazo
para propinarme una azotaina que llegó raspada a mi trasero. El escorzo por
sacudirme le hizo resbalar y caer cual largo era.
El resto de aquel día lo pasé amohinado y
simulando sollozos. Mis padres, pasaron del enojo, al dolor, y al final, a la
risa... cada uno, respectivamente, con su dedo meñique escayolado.
fecarsanto 2013
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