jueves, 6 de octubre de 2011

los nudos del hambre

EL DIOS LOCO

 FRAGMENTO XLVIII

 El reloj no tenía oficio, el tiempo carecía de sentido.
¿Cuánto había pasado desde que Fausta y los demás se fueron? No le importaba.
Su mente transitaba por estados de euforia extraños:
“Todavía mando yo, se como arreglarlo, no dependo de nadie”
Y regresaba a una agónica depresión:
“Soy el timador timado, un juguete de plástico ya utilizado, roto, y no soy reciclable”
La otrora mente prodigiosa, enviaba mensajes enfermos mezclando lecturas cristianas de las Crónicas de Alfonso III, con las musulmanas de Nafh al-tib de Al-Maqqari, recitando una versión duplicada de la batalla de Covadonga.

“... las piedras que salían de los fundíbulos y llegaban a la casa de la Virgen Santa María, que estaba dentro de la cueva, se volvían contra los que disparaban y mataban a los caldeos. Y como Dios no necesita lanzas, sino que da la palma de la victoria a quien quiere, los cristianos salieron de la cueva... y allí mismo fue al punto muerto Alqama y ciento veinticinco mil caldeos...”

“... se levantó en tierras de Galicia un asno salvaje llamado Pelayo... los árabes atacaron obligándole a refugiarse en una cueva con trescientos de sus hombres... fueron muriendo de hambre y no quedaron en su compañía sino treinta hombres y diez mujeres... los musulmanes los despreciaron diciendo: Treinta asnos salvajes, ¿qué daño puede hacernos?...”

¿Cuál era la fidedigna?
Las preguntas y respuestas dobladas, de cada acontecimiento histórico, ¿le habían dañado el cerebro?
Pero si estaba loco, ¿cómo podía razonar su propia demencia?
El amanecer sorprendía con su débil claridad los pinares medinenses, en el despacho de Villa Josefa, la tenue luz que se filtraba por la ventana de techo, no competía con la nítida claridad de los halógenos vigilantes toda la noche.
La habitación destinada a santuario del Mulá, había pasado una mala noche, el único inquilino permitido entre sus paredes, descargó con saña su furor interno contra todos los elementos que la formaban, solo respetó a su aliada: la televisión.
Lo demás acogía marcas de su cólera.
Él, ahora, gastada la primitiva energía, desmadejado y desnudo, estaba sentado en el sillón principal, no daba muestras de vida ni de muerte, apenas, tiritaban sus músculos de ira marcándose en sus ojos la furia de la noche.
Los muebles enseñaban los cortes y rozaduras, con forma de cruz o de media luna, practicados con el abrecartas que yacía en el suelo, torcido y despuntado.
 Las paredes presentaban desollones y rayajos por la misma causa... en un rincón, la ropa del Mulá, abandonada a medio quemar, después de arder en una hoguera controlada desde la enajenación.
Por momentos, la culpabilidad propia, quedaba enmascarada por una insana locura que le absolvía de todo, al rato, otra vez veía clara su maldad, cimentada en el egoísmo de ser él, el artífice de la unión de dos culturas, dos religiones bajo el mismo dios, y él, Abul el Mulá, su mesías, su profeta, inequívocamente su redentor.
La trama urdida en España, la puerta de occidente, no tenía fisuras, cientos de seguidores repartidos en todas las plazas españolas, actuaban como repetidores de señal, ecos fieles de los mensajes emitidos por televisión, por su propio canal, con sus propias consignas.
Llegarían hasta donde él mandara y, a la vez, nadie conocería sus propósitos hasta que él, el Mulá, lo decidiese, para entonces tendría todo un país a sus pies y una civilización en sus manos.
¡Que idiota! ¡Que imbécil!
Desde que puso en marcha la Obra, todas las casualidades, todas las coincidencias, eran supervisadas por el verdadero hijo del gobernador, Jacobo Dávila.
¿Y él?, Abul, el Mulá. El elegido de dios, convencido que la divina providencia guiaba sus pasos. Él que se creyó un ser supremo, no era más que un bobo hombre de paja para interés de otros, de los de siempre.
Su dedo índice presionó el botón del mando del televisor.
Los ojos, desorbitados, le provocaron dolor, inyectados en sangre, ¡ojala! Distorsionaran su visión.
Imágenes captadas por un aficionado, mostraban la plaza mayor de Medina del Campo, diseminados aquí y allá, decenas de cuerpos aplastados, asfixiados por una estampida humana provocada tras el estallido de una bomba...
¡No era ningún dios!
¡Era el mismísimo diablo!
La mano derecha de Abul, apoyó el cañón de la pistola en su sien y disparó. 
La televisión siguió cumpliendo su cometido, informando, trasmitiendo... provocando el efecto eco.
Dando la señal de partida en decenas de capitales, centenas de pueblos.
Cientos de cinturones en cientos de plazas, detonándose a la vez, siguiendo la pauta marcada por el dañado cerebro del triste, viejo y cobarde que yacía muerto sobre la tarima de la casona medinense.
Seguro que si existe el alma, el del Mulá, ya sosegado, se preguntaría:
¿Es esto lo que yo buscaba o era esto lo que otros querían?
La respuesta quedaría en el aire del pinar, encima de de las copas de los árboles. A medio camino entre el cielo y la tierra. Lejos de los dioses y fuera del entendimiento de los hombres.

fragmento XLVIII

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