jueves, 28 de octubre de 2010

los nudos del hambre

EL OASIS DE LOS HUÉRFANOS
fragmento I

Decenas de moscas campan por su cara, quizá piensen que están ante otro festín, ante otro banquete, proporcionado por los que no comen.
A su lado, otro niño un poco mayor, su hermano.
Tan desnutrido como el anterior, pero sin saber porque, se mantiene en pié.
Ya no sabe cuanto tiempo llevan vagando por la árida arena en su desesperada huída de los militares. Y, ahora, que por fin han encontrado un trozo de sombra... una diminuta poza de agua maloliente... Samuel, su hermano, no se movía.
Estaba vivo, eso lo sabía, su delgadísimo cuerpo se movía alguna vez, con violentos espasmos, ¿qué podía hacer él?
Se había quitado la camiseta, quedando al descubierto su mísero cuerpo en desarrollo marcado por la cicatriz del hambre.
Como un autómata, agitaba el trapo en la cara de su hermano, intentando, sin éxito, espantar las asquerosas moscas verdes.
Dos vehículos todo- terreno se acercaban.
Dimas, el único niño consciente, notó como su miedo, pánico hace algunos días, había desaparecido, en su mente ahora, primaba la supervivencia.
Habían escapado de su aldea, cinco ó seis decenas de habitantes, huyeron ante la llegada de los soldados. Corrieron sin rumbo, buscando un horizonte mentiroso que guardara sus espaldas de los aguijonazos de las metralletas que retumbaban en sus oídos, espantados por el miedo y sin ningún orden corrieron por salvar sus vidas sin preocuparse, ahora, por el destino de sus seres afines. Un tropezón inesperado, una raíz de los escasos árboles que tapaban su huida abrazó sus pies, los dos niños rodaron por una pronunciada ladera hasta que chocaron, unos secos pero espesos matorrales encubrieron sus cuerpos y la mano de Dimas hizo de mordaza para evitar cualquier quejido de su hermano.
Acalambrados por la inmovilidad, esperaron hasta que anocheció. Los asesinos no se molestaron en buscar los posibles supervivientes, la mayoría del pequeño pueblo yacía muerto. Los capturados con edad de convertirse en sicarios o esclavos salvaron la vida, los demás fueron ajusticiados allí mismo.
Si alguien escapó mejor, lo contaría en otra aldea y el siguiente ataque sería más fácil, el miedo los precedería.
Ahora, Dimas, debatía consigo mismo:
"Si Samuel no come algo va a morir y lo mismo me va a pasar a mí."
Pensaba, intentando sin éxito, ordenar sus ideas.
"Los coches no parecen iguales a los de los soldados del pueblo."
No se atrevía a hacer señas para que los viesen, pero tampoco tenía espíritu para esconderse.
Las ideas seguían asaltando su recalentado cerebro:
"¡Que más me da! Si tienen que matarnos, que lo hagan ya. Yo ya no tengo fuerzas..."
Sufrió un mareo en ese instante, las piernas se le hicieron de goma y no pudieron soportar el escaso peso del muchacho. Dimas, cayó desvanecido al suelo.
- ¡Frena!
El trueno de voz de Omar, se alzó sobre el ruido de los motores, sus ojos acostumbrados a escudriñar el desierto, vieron algo que no era normal.
El segundo coche, adelantándose, se situó en paralelo protegiendo uno de los flancos del vehiculo que transportaba al cabecilla.
Con mucha precaución, no era la primera emboscada que les tendían, bajaron rápidamente de ambos coches por el lado contrario a la infecta poza, apuntando con sus CETME. Siempre, en aquella dirección.
No transcurrieron ni treinta segundos.
Dos rebujos de piel y harapos servían de convite a los insectos.
"¡Tal vez un cebo!"
La mirada del hombre recorrió todo el perímetro, gestos autoritarios acomodaban a sus acompañantes en posiciones estratégicas.
El instinto de Omar, le avisó que el peligro allí, no era para ellos.
- ¡Rápido! Traer las cantimploras.
El hombretón, sé dio cuenta que los cuerpos de los crios tirados en la tierra no constituían ninguna amenaza para ellos. Además, sus hombres sabían lo que tenían que hacer, dos de ellos, nunca bajarían las armas.
La deshidratación era evidente, pero, no llevaban demasiado tiempo en ese estado, no era el peor de los casos que había visto, ni mucho menos.
Sujetando con su enorme manaza las cabezas de los crios, fue mojando con cuidado, con mimo incluso, los resecos labios. Permitiendo el paso exacto de agua para no anegar las desacostumbradas gargantas, introduciendo en sus bocas azúcar, para que poco a poco, los chicos recuperaran el conocimiento y la tensión arterial.
Tras reanimar los maltrechos cuerpos, los trasladó a la parte posterior de su propio vehículo, poniendo dirección al Campo.
Omar, de vez en cuando, observaba a los chavales pensando:
"El agua y el azúcar han funcionado, tuvieron suerte. Ahora es trabajo de Fausta, lo que les hace falta es comer, seguramente tendrán más hambre que el lagarto de la peña"
Los saltos del todo terreno no estaban sentando bien al estomago de Dimas, el polvo levantado por la velocidad en el estrecho camino de tierra tapaba cualquier signo del paisaje que le fuera conocido, la verdad: ¡le daba igual!
De pronto, tras el quinientos frenazo, la bilis se le vino a la boca, una mano incorporó su nuca para facilitarle la tarea. ¡Vomitó! Nada. ¿Qué iba a vomitar? Su estomago lo único que contenía eran sus tripas.
- ¡Lo que les hace falta es comer!
¡Quién habla de comer! Cualquier chaval de los seiscientos u ochocientos que mal viven en el Campo, mataría por llevarse algo a su boca, algo que les hiciera olvidar, aunque fuera por unos segundos, la desazón congénita de su estomago, mientras, hacen como si juegan con un balón deshinchado que alguna ONG los regaló, chapoteando en un barro formado por miles de orines. No tienen otro sitio donde ir, aquí el agua es un lujo demasiado precioso.
¡Como para dejarlo que se haga barro!
¡El Campo!
Que nombre tan rimbombante.
El Campo, era por llamarlo de alguna manera, una explanada artificial de arena roja hecha con escavadoras, situada en una zona semi desértica, "semi" por que en su cara norte, hay unas pequeñas elevaciones, mal llamadas, montañas, durante la pobre y efímera época de lluvias se forman algunos regatos de agua, estos, son mal conducidos a un embalse, mejor diremos una balsa, y esta, abastece más mal que bien el recinto.
Anteriormente, era ocupada por una misión cristiana, pero decidieron irse, fuera por falta de dinero o por falta de vocaciones, la historia es que se marcharon, dejando media docena de barracones y el embalse...
Darle este apelativo, ¡es una osadía!
En este lugar, al límite con el averno, se fijó Abul.
Hombre de muchos contactos, algunos, nada recomendables.
Ahí, se iniciaría su Obra.
"LOS NUDOS DEL HAMBRE" fragmento

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