jueves, 9 de febrero de 2012

RELATOS DEL VIENTO

 LA MATANZA

 COMERCIO JUSTO

Ave María Purísima Saludó Esteban a quien hubiera tras el torno ciego del recibidor del convento.
Sin pecado concebida respondió una voz oculta y amable. ¿Qué le trae por la casa de Dios?
Vámos madre Ángeles, veinte años viniendo a verla y todavía no reconoce mi voz. Soy el matachín, vengo con mi hijo Pedro y con mi nieto a lo de la matanza. Avise a la madre Asun que nos abra la puerta y déle un poco de pan de ángel al crío, que viene “asustao”.
Asunción, su nombre es madre Asunción señor Esteban, voy a avisarla. Coja las obleas que le paso para el niño.
El torno, despacio y mudo, giró trayendo en una de sus bandejas media docena de laminas troqueladas con el vacío de las sagradas formas. Al rato, desde el otro lado del vestíbulo, una monja les hizo señas para que la siguieran. El abuelo, tras de ella, hacía momos en referencia a la corta estatura de la religiosa y subiendo a sus brazos al niño le susurró al oído.
¿Ves el escapulario que lleva? En su cuerpo parece la sábana santa.
El comentario no buscaba la burla sobre la mujer sino relajar un poco los nervios del chiquillo, al que se le escapó una risita. La monja, ajena al chiste, caminaba con pasos muy cortitos pero inusualmente rápidos lo que hacía más graciosa su apariencia.
Allí está la madre Asunción. señaló la monjita y dirigiéndose al niño dijo Lleva haciendo la misma broma desde que le conozco.
La madre Asunción esperaba junto a la puerta que daba acceso a los corrales y la huerta de la abadía, con ella aguardaban tres religiosas más jóvenes, dispuestas para ayudar en lo que fuera menester. Eran grandes como caballos, no tendrían ningún problema con las faenas que necesitaran fuerza bruta.
Sor Asunción y Esteban se saludaron efusivos y agarrados del brazo se ubicaron, junto con el niño en una mesa, al solillo, frente a la cochiquera.
Pedro y sus ayudantes enfilaron al corte. Una, de aquellos caballos percherones, portaba en su mano un mazo enorme, sin mediar palabra, la emprendió a golpes con la pared de rasillas que cerraba la pocilga. Comenzó por los ángulos del pequeño agujero abierto en la tapia a modo de ventanuco, sirvió para entrar al cerdo cuando era de siete semanas y servía para cebar al animal y mantener la pocilga limpia como la patena.
Esteban preguntó como todos los años:
¿Por qué tapiáis el vano entero? Dejar una puerta de madera y no habría que romper la pared  todos los años.
Ya respondió condescendiente sor Asunción Pero así, Ciriaco el albañil, viene y la recompone… y de paso, él se lleva unas tajadas de la olla para sus críos y nosotras, aprovechamos para que nos haga alguna chapuza ¡Esta bendita casa tiene más  quinientos años!
Desmontaron la pared y recogieron los pocos escombros producidos, dejando a la vista, encarado al jifero, al gocho. Una de las monjas ayudantes pasó el gancho a Pedro y este, a voz de cuello, llamó.
¡Padre! Deje usted, si puede, ya la conversación y vamos al lío.
Esteban se levantó despojándose de la pelliza. Desenvolvió un mandil verde y negro, a rayas, en el que traía un reluciente cuchillo de sainar. Ajustándose el delantal, se aproximó a una recia y baja mesa de madera colocada cerca de la pocilga. Con gestos y voces apremió al crío.
Coge la herrada para la sangre y ponte aquí, junto a la tabla de desangrado.
El chaval corrió a por el cubo sin saber muy bien cual iba a ser su cometido. El abuelo habló firme a las monjas disponiendo lo que ellas debían de hacer.
Cuando Pedro enganche al marrano, tú dirigiéndose a la más grande agarra al puerco por el rabo y álzale lo que puedas. Mientras vosotras dos, levantarle la pata zurda, así no podrá hacer fuerza, le pasáis el lazo de la cuerda por la pezuña para poder vencerle a la izquierda, sobre la mesa, así podrá el chaval meter la batea para recoger la sangre y luego hacer morcillas.
El niño, cada vez más aturdido, sujetaba la artesa, atendiendo, con los ojos abiertos, las explicaciones que daba su abuelo. Este continuó, como si de un plan militar se tratase:
 Nada más tirar al gorrino  en la tabla, una hermana, de las de las dos que sujetan la cuerda, se agarra a las orejas del cerdo para impedir que cabecee. ¡Estamos!
Pedro, frente al cerdo, pasó el gancho, suavemente, por debajo de la cabeza del animal. Cundo tuvo el garfio situado en el lugar oportuno… tiró con todas sus fuerzas hacia sí, enganchando con el hierro la quijada del marrano.
Los gruñidos estentóreos, agudos y graves del próximo a sacrificar, unidos a los chillidos nerviosos de las monjas, atenazaron al chaval incapaz de moverse cuando llegó su turno. Sor Asunción se remangó el hábito y arrebatándole el cubo de madera, lo colocó bajo la garganta del cochino. Este, ajeno a su destino, aguardaba inmóvil. Sujeto por tres pares de manos, más el antebrazo de Esteban, presionándole  en la papada, poco podía hacer contra sus verdugos. Cuando el matancero estimó… la hoja del cuchillo, cortó la vena de la vida del cerdo.
Una vez chamuscado, limpio y eviscerado, será moneda de trueque.
Colgada la canal para que se orease y ellos ya aseados; pasaron a la cocina del convento. La tradición marcaba un almuerzo entre los participantes del evento. Sentados a la camilla degustaron algunas tajadas, conservadas en manteca y aceite de oliva, de la matanza del año anterior. Costillas, lomo y chorizos, regado con buen vino verdejo; regalado a la institución por cualquier bodeguero, buscando favores espirituales. Hablaron poco, Esteban pinchó con inocentes bromas sobre los restregones de las monjas con Pedro durante la lucha contra el gorrino, poco más.
Para postre, la minúscula monja que los condujo a la llegada, apareció con una bandeja de pastas de azúcar y bollos de manteca, además de un vinillo dulce y fresco del que usaban en la misa. Sor Asunción llenó los vasos  todos con generosidad, incluso el del niño, según ella misma dijo:
Te dará valor para el próximo año, y además ¡abre las ganas de comer!
Se despidieron todos, excepto Pedro, él al día siguiente iría a despiezar la carne y sacar la vena a los jamones. Ya en la calle, con una bolsa enorme de pan ázimo, el crío preguntó.
Abuelo ¿y qué hacen las monjas con lo que sacan del cerdo?
Los jamones los curan para sus compromisos con altos dignatarios de la  iglesia o regalos a políticos que tengan mejoras que ofrecer al convento. Las tajadas y los chorizos; los conservan en ollas de barro y con ellos, obsequian a quien les hace algún “mandao”: carpinteros, cerrajeros, albañiles… Con la manteca cuecen pastas para el médico, el practicante, en fin, quien se tercie. Ah, las morcillas van para “la Vicenta”, la de los ultramarinos, las cambian por harina. Y con los huesos, hacen caldos y sopas para comer ellas y ayudar a más de un “desgraciao” que no tiene donde caerse muerto.
¿Y a nosotros que nos dan? volvió el crío.
¡Pan de hostias! intervino Pedro señalando la bolsa que portaba el chico ¡Pan de hostias y sin consagrar!
El abuelo Esteban, con una sonrisa en la boca, contestó.
¿Cuánto cuesta que un abogado te represente ante un magistrado? Nosotros tenemos un convento entero para que interceda y pida prebendas  al juez de arriba.


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