jueves, 6 de enero de 2011

los nudos del hambre

EL CORAZÓN
Fragmento IX
En el barracón del Campo, el que hacía las veces de cocina se encontraban reunidos Omar, Fausta y León, este rondaba ya los veinticinco años.
Escasas eran las veces que mantenían una charla distendida, hoy se encontraban de buen humor, la remozada fisonomía del lugar también ayudaba.
-Gobernadora Fausta, ¿Cómo encuentras ahora tus gobiernos, tras la reforma de la cocina?
Preguntó León.
En la sonrisa de los tres se notaba la complicidad.
-He estado quince años cocinando para ti, “tripatriste”, y si Dios quiere estaré otros quince. Aunque eso sí, ahora en mucho mejor restaurant.
Quien así hablaba era Fausta, con un deje de socarronería que sonaba bastante extraño debido al agudo timbre de su voz.
-Mamita Fausta, sabes muy bien que te estoy agradecido, ahora, ¡llamar cocinar! a lo que tú haces...
Se burló León.
-Mira que cabrito es el morito, pues que te de igual, que aunque hayamos cambiado de pesebre, las viandas van a seguir siendo la misma porquería, ¡y que no falten!
La “gran Fausta” era la alegría personificada, el optimismo hecho mujer. Nadie que conociese su vida, lo imaginaría.
Fausta no conocía a su padre, esto en Medina del Campo, en el año mil novecientos cincuenta no era precisamente un premio.
Su madre nunca le dio razón de quien era, ella tampoco lo preguntó. No tuvo tiempo.
El dinero en esa casa castellana no faltó nunca y su Mama, como ella la llamaba, a pesar de ser madre soltera, era una persona querida y a la vez envidiada en el pueblo.
Fausta creció como una niña mas, quizás su madre, Josefa, que así se llamaba, la protegió demasiado, pero quien puede saber cuánto hay que proteger a un hijo. Además, todo lo que la mimara, todo eso que se llevó.
El primer golpe, el golpe más duro, lo encajó la cría en su más tierna niñez, su madre, su Mama la dejó, un cáncer corto la vida de su joven madre, y al mismo tiempo, desparramó, como el viento a un puzle, toda su infancia.
A poco de fallecer su madre, la acogieron en el Convento de las Reales, en la carretera Villaverde, a las afueras del pueblo, allí Fausta estuvo un año, poco más.
 Un día, el cura la llevó a la estación, la entregó un billete y la montó en un vagón de RENFE. Solo la dijo:
- No te muevas del asiento. Cuando llegues a Madrid, te recogerán unas monjitas.
 La salida de Medina marcó el fin de su niñez, a partir de ese momento era ella contra el mundo.
En su maleta nada importante, cuatro mudas, media docena de fotos, algunas estampitas de la Virgen y unas estúpidas letras naranjas pintadas sobre azulejos azules que hizo para su Mama y nunca las pudo ver...


De aquella vida, de aquellos años, a Fausta, solo la queda la imagen del Castillo de la Mota, empequeñeciéndose tras la ventana del tren, y la costumbre de rezar todas las noches por su Mama, a oscuras, después de cuarenta años, todavía nota su presencia y la reconforta, es una sensación, que solo quien ha perdido a su madre de niño lo ha de poder entender.
Meterte en la cama... apagar la luz... cerrar los ojos...
Quedarte a solas con tus sueños... anhelos... temores... y entonces... sentir como dentro de ti su presencia se hace eco de tus alegrías y preocupaciones...
Sentirte protegido...
Del orfanato al convento, del convento a la misión. ¡Que pocos destinos tuvo su vida!
Desde que las monjitas la recogieran en el tren de Madrid, estuvo de un lado para otro, ¡siempre entre monjas!
Cursó magisterio, y, además, como tenía tiempo, hizo enfermería, la verdad es que todo lo aprendido la vino bien, incluso la racanearía monacal, fue útil en muchos momentos de su vida.
Solamente la molestaba el nombre, Sor Piedad, cuando era novicia, su confesor la reveló que el mecenas del convento era también su mentor, y que nada le haría más feliz, que el día que tomara los hábitos, lo hiciera con ese nombre. A Fausta le parecía como una traición a la memoria de su madre, pero si un hombre tan bueno, tenía un capricho tan fácil de conceder...
Además, Madre Fausta no sonaba a buena, ¡qué sé lo habían dicho!
Por fin se liberó, el día que admitieron su solicitud para partir a las misiones, fue el segundo día más feliz de su vida... aunque tuviera mucho que ver con el primero, el mejor día de su vida.
La destinaron al Campo, entonces se llamaba:
Orfanato San Juan Bautista, era un asilo para niños sin bautizar, dependiente del Gobierno Civil de Córdoba, y la misión de las monjas allí destacadas era iniciar y fomentar la fé en la Iglesia Católica en tierras infieles.
Pronto, Sor Piedad se dio cuenta que lo que había que fomentar era la agricultura y la ganadería, y a ser posible, unos cuantos de “cocidos y potajes” para lograr la fidelidad de los moritos.
La ilusión inicial de las monjas se fue diluyendo a medida que pasaba el tiempo, los medios cada día eran más escasos y a los pequeños moros les daba igual ser famélicos sarracenos que apostólicos romanos con hambre.
Un día el obispado mandó a sus fieles retirarse de aquella empresa, “serian más útiles en otros pagos...” rezaba la escueta nota con la que disolvían la misión, Sor Piedad, por primera vez en su vida, se sentía necesaria.
Los niños y las madres acudían a ella, como si fueran al médico, la consultaban, desde un mal catarro a los medios que tenían que adoptar las jóvenes madres para no tener chiquicientos niños.
No, de allí no se iba a mover, pasara lo que pasara Sor Piedad se quedaba con ellos.
Enigmáticamente, aunque los religiosos se marcharon, nadie impidió que la enorme monja siguiera utilizando la enfermería, ni ninguna de las dependencias de la antigua misión. Bien es verdad, que cuando no atendía por la noche ninguna urgencia en la enfermería, gustaba de dormir en la aldea, donde los moritos la habían acondicionado una chabola.
Su suerte volvió a cambiar, esta vez para bien, muy dichosa se sintió cuando la enviaron allí, pero...

El primero, el día más feliz, fue cuando Abul, su sobrino, entró en la misión y la llamó por su nombre:
-  Buenos días. Tía Fausta.
 A ella, la sangre se la heló en las venas, atónita, repetía para sí su propio nombre, como si este no existiera. No recordaba la última vez que lo escuchó pronunciado por otra voz que no fuera la suya.
Sin embargo, delante de ella, estaba colocado un hombre de aspecto jovial, con una sonrisa franca y una mirada limpia, de ese tipo de personas, que su sola presencia emana confianza y simpatía.
- O prefieres que te llame Sor Piedad. He dado un montón de vueltas para localizarte, y...  ¡Leches! Estabas bien escondida ¡eh!
- Buenos días señor...
- Abul, por favor, llámame Abul, soy tu sobrino, me gustaría que me dejaras explicarte esta situación. No vengo en busca de nada, un día me enteré que tenía familia y quise conocerla. Sé que estás muy liada Fausta, déjame por favor que te robe cinco minutos, te cuente mi historia y después... desaparezco. Si es lo que deseas.
Todavía confundida, no acertaba contestar nada:
“Alguien irrumpe en su vida llamándola tía, ¡a ella! Que siempre ha estado más sola que la una, ¿qué juego se traerá entre manos? Por otro lado, la llamaba Fausta... era tan estimulante. ¡Hay que joder! ¡Mira que era feo el nombre, y lo bien que sonaba en labios ajenos!”
El hombre insistió de nuevo, utilizando el mejor argumento.
- Por favor... tía Fausta.
- No pasa nada por escuchar, acompáñeme este... Abul.
La monja le condujo por un sendero descuidado a donde parecía estar la oficina, no era sino un barracón igual a los demás, menos usado  tal vez.
Introdujo una llave en el candado, costó algo, pero se abrió.
- Pase, y disculpe el desorden. Creo que no entraba nadie aquí desde ni se sabe.
Franquearon la puerta, Sor Piedad como un resorte, asió con fuerza el trapo que la colgaba de la cintura y propinó con energía unos rápidos restregones a una silla, indicando con un ademán que tomara asiento, pasó tras la mesa repitiendo la operación, para a continuación sentarse, más tranquila, le espetó:
- Usted dirá
- Sé que no tengo ningún derecho para aparecer así en tu vida, pero tú, tía, lo vas a comprender sin duda. Tú como yo, llevas media vida sola, pensando que no hay nadie en este mundo que se preocupe por ti, pensando que, si un día desapareces, no te iba a echar de menos ni el gato. ¡De repente! ¡Me entero que tengo una tía! ¡Que hay alguien que lleva mi sangre! ¿No te hubiera picado la curiosidad a ti? A mí sí, indague... ¡y aquí estoy!
Abul, utilizando su tono de voz más meloso y convincente, justificaba su llegada, deseaba caerla bien, si conseguía ganársela, estaba seguro que sería uno de los baluartes de su Obra.
 El Mulá conocía todo lo conocible de Fausta, era ya un año y medio de seguimiento lo que tenía encima. Desde que descubrió quien era y donde paraba la hija del Gobernador, está no había pasado un minuto de su vida, sin que él supiera donde estaba o que hacía. Ahora faltaba conquistarla, seducirla con sus ideas y hacerla cómplice de ellas. ¿Dónde estribaba el problema? Si Sor Piedad era como creía que era... y de eso estaba más que seguro.
”Cuatro conversaciones y tres buenas acciones, y la tendría comiendo de su palma”.

En la mesa los tres, parecían estar pensando en lo mismo y al mismo tiempo, cada uno sumergía su mente en su propia historia.
Omar siempre que cavilaba sobre tiempos pretéritos, acababa de mal humor. A Fausta, sin embargo, la regocijaba acordarse del pueblo, daba la impresión que la vida de la mujer estaba compuesta por su niñez, Medina del Campo antes de la muerte de su madre y, de un salto, el rencuentro con su sobrino, el espacio comprendido entre estos dos momentos estaba borrado, para ella ¡ no existieron!
 León... el joven y listo León, su vida...
Su vida era prácticamente un calco de la existencia del Campo. Tanto uno como otro habían progresado mucho, pero, tanto uno como otro, tenían tara.
La suya incurable, el Campo... tal vez.
La cocinera los sacó del embobamiento que por momentos pudiera hacerse crítico:
- Quince años, anda que no ha cambiado esto, no lo conoce ni la “madre que lo parió”.
- Sobre todo a ti.- bromeó Omar.- Has pasado de ser la monjita “Sor Escoba” a convertirte en “Sor Ordeno y Mando”.
En el tono de voz de este hombre, incluso una chanza, sonaba a amenaza.
Claro que esto no ocurría en el ámbito donde gastaba sus bromas, este espacio estaba limitado a la cocina y a dos o tres personas como oyentes.
- Por no hablar del “TALGO” ¡mira que he visto cosas raras en mi vida! Ahora, tal y como tu andabas con las muletas, ¡seis tallas grandes, eso sí! cuando eras pequeño, no creo que fuera capaz nadie ¡que velocidad! Más bien parecías un mono de rama en rama.- Omar estaba chistoso, ¡qué pocas veces!- Por no contar los inicios en la silla, ¡dabas tanta fuerza a las ruedas!, ¡Querías ir tan rápido! ¡Anda que han sido pocas las veces que has “dejao” los “piños” en el barro!
-   Calla, calla.- reía León.- Te he visto reír tan poco... fíjate, la primera vez que oí tu risa ¡pensé que era un dialecto!
- ¡Nos ha “jodío!- soltó Fausta refiriéndose a Omar.- Tu sí que has cambiado, antes eras feo, y ahora... ¡Coño, más feo!
- Me voy.- zanjó el aludido.- Algunos aun tenemos cosas que hacer.
Salió del barracón con el semblante serio y malencarado, este gesto era como su uniforme, en su interior, estaba feliz. Tenía una familia, amparaba a un montón de gente y sobre todo, ayudaba a la  Obra.
En el interior de la cocina Fausta sentía lo mismo, el Mulá les hacía sentirse orgullosos de colaborar en el proyecto más importante de la historia... La Obra.
No todos sentían y pensaban igual.
León, quería a estas dos personas, y por ello sentía miedo de que le separasen de ellas.
Primero su hermano Ismail, luego Samuel...
Todas las personas que eran algo en su vida estaban involucradas con el Mulá, todas sirviendo a su Obra.
A León, el Mulá, no le hacía ninguna gracia.
Lejos, otra cita, esta... no tan amigable.
Si muchos kilómetros de mar y tierra separaban ambas reuniones, mucho más lejos se encontraban en esperanzas e intenciones, las mentes simples de Omar y Fausta junto con el interrogante cerebro de León, ni siquiera imaginarían el contenido de esa otra reunión, promovida, como siempre, por Abul, el Mulá.


Nunca el Moro y la monja dudarían de su mentor: “Lo conozco como si le hubiera “parío””  diría mil veces Fausta, pero el único que podía intentar conocerle era
León, solo él poseía el mismo pensamiento retorcido, únicamente él, estaba capacitado para entender al Mulá y su Obra.
Fragmento IX

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